Terminé de leer Trastorno, de Thomas Bernhard, otra vez. En una página de la segunda parte del libro, "El monólogo del príncipe”, el príncipe dice de su padre: “De sus libros en otro tiempo favoritos -El mundo como voluntad y representación, por ejemplo-, dijo el príncipe, que se había llevado de la biblioteca a su cuarto, faltaban las páginas más decisivas. Se las había comido. Schopenhauer ha sido siempre para mí el mejor alimento, había escrito su padre, unas horas antes de suicidarse“. Reflexioné y llegué a la fatal conclusión de que aún era pronto para Schopenhauer, ¿Schopenhauer? me decía, no puedo, imposible, aún no estoy preparado, me repetía varias veces, atormentado. Llevé entonces algunos de mis libros favoritos -ellos me colmaban de favores- de la biblioteca al cuarto, del cuarto a la biblioteca, así durante un rato. Trastornado -bien por la lectura de Tratorno, bien por los numerosos paseos de la biblioteca al cuarto y del cuarto a la biblioteca-, me comí esa página de Trastorno. Al principio apenas noté nada especial, acaso un destello de luz de insegura procedencia. Luego me lancé sobre Melancolía de Földenyi, aquello sabía bien. Sin más dilación, me dispuse a deglutir la primera página de El castillo -en la traducción de Miguel Sáenz, que había sacado esos días de la biblioteca-, ¡exquisito!, me dije. De repente sentí una gran fuerza interior -de cuyas posibilidades me sabía ignorante y temeroso. Me zampé diez páginas de El caminante, de Soseki. Esto es un verdadero alimento para el espíritu, me dije exultante tras semejante descubrimiento. Lejos de saciarme continué mi dieta bibliófaga, así devoré el capítulo dedicado a Gaddo Gaddi de Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos, escritas por Giorgio Vasari, pintor aretino, para seguir el banquete -puede que ya irresponsablemente-, con todo Bernhard -¡era inevitable!-, y me cebé con El malogrado, Los comebarato y Corrección, de los que engullí varias hojas escogidas al azar –¡todas me parecían igualmente decisivas! Esa noche me acosté seguro de que al fin todo iba a cambiar, de que, a fuerza de digerir escrituras geniales, mi vida se convertiría en parte de un libro misterioso e inconexo del que ya nunca saldría, de que, definitivamente, dejaría atrás todo lo que de ridículo y grotesco tenía la existencia humana, e incluso fantaseé con la posibilidad de soñar a Evangeline Lilly. Al día siguiente fui al hospital. "Me duele la tripa, doctora", le dije infantilmente. "Empacho literario", diagnosticó con severidad. Me recetó Sunset Park, de Paul Auster y el primer tomo de 1Q84, de Murakami. Los síntomas desaparecieron en unos días, es cierto -esos libros no daban ganas de comérselos-, pero me sentía tan vacío… En cuanto termine el tratamiento, me dije, le hincaré el diente al Libro del desasosiego, de Pessoa, ¡y no dejaré ni las tapas!
Pienso en hojas de papel pasadas por huevo y pan rallado, y al horno. Y por otro lado, ¿no es es lo que uno hace cuando copia a mano? Deglución , lenta masticación. Hacer los libros carne. Salud. Y sueños con Lilly.
ResponderEliminar¡tú lo empanaste, vero! gracias por tu sabroso comentario y bon appetit.
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